miércoles, 16 de agosto de 2017

INDÍGENAS URBANOS: una visita a J.T.

Iquitos, 16 agosto 2017

Manolo Berjón
Miguel Angel Cadenas


“He nacido en Masisea, bien lejos de acá”. (Para preservar el anonimato sólo aparecen sus iniciales, pero es un apellido kukama) J. T. tiene ahora 82 años, o al menos eso es lo que él dice (si no es exacto, se le debe aproximar bastante). Su padre trabajaba por allí la shiringa, balata… En la década de los 40 del siglo pasado se vino a vivir en San Antonio de Marupa, una comunidad cercana a Iquitos. “Acá me hice hombre”. Se dedicaba a la pesca y la agricultura, “aunque también sé cazar”. “Me gustaba hacer fariña”, “mi blandona era redonda”. 



Así comenzó nuestra conversación, con una breve presentación de quién somos cada uno de nosotros. Nos habían buscado “para rezarle”. En ese momento no pudimos, estábamos en otra tarea. Cuando nos desocupamos fuimos a visitarle. Vive en casa de su hija. Una casa situada en uno de los asentamientos humanos de Punchana donde habitan la gente de los ríos y la única presencia del Estado se reduce a una caseta de la policía. Una casa humilde, en uno de esos barrios donde no recogen la basura y el olor intenso es doloroso. La casa es humilde y pequeña: de 3 m. x 20 m., pero perfectamente ordenada y limpia. La hija del viejito estaba lavando cuando llegamos. Terminó su faena y se incorporó a la conversación y al rezo. Ella complementó la historia de “mi papá”. Destilaba cariño. El anciano estaba sentado en una mecedora, con sus ojos cerrados. Cuando le dirigimos la palabra, nos contestó con normalidad. Aunque la hija nos decía que, en ocasiones, se olvida, y no les conoce.

Ya hemos indicado que J.T. era buen pescador. Una madrugada estaba regresando de recoger su trampa y observa un deslizador grande que está bajando. Piensa que tal vez quieran comprar un poco del pescado que está llevando a la casa. Se acerca y aparece el espanto: el deslizador estaba bajando al garete (con la corriente), con unos 15 cilindros y todos los hombres muertos. Después de la sorpresa avisa a sus familiares que acuden con prontitud. Deciden recoger un poco de lo que hay en los cilindros: “veneno para matar el pájaro y sembrar la chacra”. Dan parte a la policía de Orellana y después de unas declaraciones se regresan a casa a desayunar. Al día siguiente van a la chacra y esparcen el “veneno para matar pájaro”. Todo tranquilo.

Pasados unos días vienen de nuevo los policías, pero en esta ocasión mucho más agresivos. “El veneno para pájaro” que esparcieron en la chacra, como ya se imaginan, era cocaína. “Eran como bolitas, mi papá lo diluía con agua para poderlo esparcir mejor”. La policía llevó a todos los hombres de la familia. Les torturaron. “Les metían la cabeza en el agua y les picaban con el remo”. Nos ahorraremos los detalles. J. T. pasó 10 años en la cárcel de Iquitos.

Mientras el padre y los varones de la familia estaban en la cárcel de Iquitos la familia se tuvo que trasladar a Santa María del Ojeal, dedicados de nuevo a la chacra. La pesca, una actividad prioritaria de varones, no la podían realizar, excepto anzuelear. “Yo tenía 8 años cuando llevaron a mi papá”. “No me pude educar”, decía la hija. Nuestra opinión era diferente: esta familia tiene mucha más educación que todos nuestros títulos. La sensación de “ser gente”, que dicen los kukama, y que podemos intentar traducir por dignidad, nos embargó durante toda nuestra conversación.

“Mi papá vivió en Santa María de Ojeal hasta cuando murió mi mamá, hace 5 años. Después le traje a vivir conmigo”. Cuando regresábamos en el motocarro nos contaba el yerno del viejito: “tiene más hijos en Iquitos, pero no le quieren ni pasear (visitar)”. Mi señora es quien le atiende. El viejito, en ocasiones, “se hace todo encima”. En casa había un jovencito con síndrome de down. Con muchos menos problemas otras  personas nos deprimimos. La sensación de limpieza, cariño y cuidado mutuo es lo que quisiéramos también para nuestra ancianidad.

“Yo no hablo kukama, pero lo puedo comprender. Mi papá, él sí hablaba. Mi mamá, también”.

El relato de J.T. no es únicamente individual. A través de él se vislumbra el impacto de la historia reciente en los cuerpos del pueblo kukama. Nació en Masisea, en los últimos estertores de la época del caucho, en su segundo boom, en torno a la segunda guerra mundial. [Esa guerra que no fue mundial, pese a su rimbombante nombre, sino occidental]. Esto supuso un desplazamiento, muchas veces forzado, de pueblos indígenas. Este es el motivo de que el padre de J.T. aparezca en un lugar tan lejano al territorio ancestral del pueblo kukama, como Masisea. Pero no es la única huella. Si miramos un mapa, en el departamento de Madre de Dios, encontramos una comunidad y un río denominados Cocama (ahora se prefieren autodenominar kukama).

Podemos vislumbrar el impacto de la cocaína en pueblos indígenas. Lo más terrible es cómo los grandes narcos se pasean abiertamente por todos los lugares cuando muchos indígenas han pasado temporadas más o menos largas en la cárcel. Sería interesante estudiar la población carcelaria de lugares como Iquitos: nuestra hipótesis plantea que están abarrotadas de indígenas.

Vemos también el desplazamiento de familias de los ríos para habitar la ciudad. Pero en las periferias, donde no hay agua potable, ni desagüe, ni los servicios municipales recogen la basura. A la salida de la casa había tres niñas de entre 3 y 5 años jugando con un libro. No tienen clase por la huelga de profesores.

J.T. no puede dormir en la noche. En el día se pasa dormitando. “Me jalan el pie, lo levantan y lo dejan caer sobre la cama. Después me duele todo el cuerpo”. En las noches le visita M. I. (otro apellido indígena) y le molesta. M.I. hace dos años que ha muerto. “Nunca tuve ningún problema con M.I”, nos dice el viejito, “pero ahora me molesta”. Y se hace el silencio. No pudimos comprender por qué M.I. le molesta. Lo cierto es que querían que viniera el padre. Tal vez quiera “confesar”, decía la hija. Cuando le preguntamos, el viejito dijo que no. Pero estuvimos rezando y bendijimos la casa, “para que se retiren los espíritus y no le hagan daño”.

Sólo se trata de sugerir, de indicar, de señalar la importancia de acompañar. Los pueblos indígenas sufren discriminación. Pero se tiende a pensar en indígenas que habitan las cabeceras de los ríos, muy lejos de las ciudades. J.T. nos recuerda la necesidad de pensar en los indígenas urbanos. Y con las tres niñas jugando en la entrada de la casa fluyen nuevos interrogantes. Los indígenas urbanos hace tiempo que vienen planteando nuevos retos que no están siendo respondidos. Por el momento, que quede así.

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